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La identidad

La identidad

Las diferencias nos enriquecen y el respeto nos úne

La identidad

¿Cuántas veces nos hemos podido sentir incomprendidos por los demás? Sin duda, muchas. Cada persona en su individualidad es única e irrepetible y eso conduce a que el mundo interior de cada cual sea, en última instancia, insondable para los demás, incluso los que más nos puedan conocer.

Sin embargo, los demás son importantísimos para el devenir de nuestra existencia. Nos dicen muchas corrientes de la filosofía: “yo me reconozco en el otro”.

De no ser por la alteridad que representa otro individuo, es imposible tener autoconciencia. Todo ente fuera de mí me da pistas sobre quién soy yo.

Generando nuestra identidad

Para definirse a sí mismo, una de las herramientas de las que siempre ha dispuesto el hombre, en lugar de decir lo que es, apunta a lo contrario: la persona logra comprenderse descubriendo lo que no es realizando una discriminación, “soy esto porque no soy aquello”. La diferencia genera identidad.

Y la identidad, exclusividad. Va bien ver esto a través de esta noción expuesta a una escala mayor. Por ejemplo, ¿qué son sino las naciones, las religiones u otras estructuras de identidad colectiva?

Una nación es un grupo humano identificándose con ciertos elementos territoriales, históricos, culturales, etc. Lo que está fuera de esos elementos queda excluido de esta “identidad nacional”.

Una religión es otra estructura identitaria donde opera la idea de que el dios y las creencias con las que me identifico son las verdaderas, y eso muchas veces excluye al dios y las creencias de otro si no son los mismos que los míos –esto ha supuesto episodios muy violentos a lo largo de la historia.

El ser humano es tan especial que en sí mismo tiende a ser indefinible. Dentro de cada uno de nosotros late una verdad esencial que apunta, ni más ni menos, que a lo infinito. En un mundo donde todo es efímero, este sentimiento supone una inquietud, una contradicción interna.

La necesidad humana de identidad

Por eso el hombre necesita identificarse con cosas, necesita determinarse y concretarse para descansar de ese sentimiento nervioso de infinitud en una realidad finita.

Así, la identidad deviene un mero constructo de cosas que reúno para ser concreto, limitado, en un mundo de límites.

Estos elementos a los que me afilio me diferencian del resto, y gracias a ello, me identifico como ser individual. La identidad se constituye por los propios límites con los que me identifico. Donde acaba mi identidad, empieza la de otros.

La necesidad del otro

Ahora bien, aunque mi identidad me hace individuo, como hemos dicho, sin el otro ésta no puede darse. Así que, paradójicamente, soy individuo, pero no totalmente individual. El hecho de que el otro esté ahí para ser mi reflejo ya genera una relación de dependencia existencial.

Como decía Aristóteles:

el hombre es un zoon politikón

Es decir, un ser social. Por eso existen identidades colectivas; en su individualidad, las personas tienen entre ellas elementos de identidad comunes.

La especie humana está fragmentada a través de todos los individuos que la forman y, ¡qué maravilla! No puede ser más enriquecedor. Es obvia la abundancia que genera a todos los niveles del mundo diverso en que vivimos.

Hemos visto que crearnos identidad es una medida de protección necesaria para no sentir la contradicción de percibirnos infinitos en un mundo finito. Sin embargo, eso no significa que nuestra identidad deba ser un constructo sólido e inamovible. Al fin y al cabo, las cosas con las que me identifico, son límites. Y los límites están para ser constantemente sobrepasados.

Aferrarnos a ideas

Aferrarnos a una idea de nosotros mismos significaría quedar atrapados por un límite, y nos podrían perfectamente llamar, y con razón, dogmáticos. Aquí aparece el ego.

El Ego y el conflicto

Cuando no somos capaces de ceder ante algo, cuando nos negamos rotundamente a desprendernos de algún elemento que considerábamos importante para nuestra identidad, el que actúa es el ego. Y con él, aparece el conflicto.

A veces, nos identificamos tanto con algo, que dejamos de ver que el origen de nuestra identidad es simplemente una protección contra la angustia que produce la infinitud, posibilidad de posibilidades.

Poner consciencia en ello es darse cuenta de que lejos de tener un carácter estático, mi identidad es maleable, cambiante y flexible como un junco o una caña de bambú.

Nada se rompe en nosotros por cambiar, por sobrepasar un límite y llegar a otro de forma sucesiva. Si en ese tránsito se da alguna forma de dolor, no es síntoma de mi identidad herida, sino de mi ego asustado.

Que es la identidad

La identidad no es algo que pueda ser herido, es algo provisional y esencialmente cambiante; nadie permanece igual toda su vida.

Así, la diferencia sólo puede ser motivo de conflictos cuando la identidad a la que está sujeta no goza de su natural flexibilidad.

Precisamente son la diferencia y la fragmentación lo que nos une. En ello nos descubrimos ajenos a la monotonía, disfrutamos del mundo abriéndonos a él, identificándonos con todo cuanto se nos puede ofrecer.

Poner conciencia en ello es el único motor para construir un mejor mundo basado en cooperar unos con otros, puesto que en cuanto abandonamos la firmeza y la rigidez de la identidad, aceptamos a los demás ser.


Sergio Basi

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